En un lugar cualquiera, con una copa en la mano, mirando sin ver, maquinando sin prestar atención al contexto, cansada y con la querida tos atrapada en la garganta, vi lo que no tenía que ver, el pánico se apuró en envolverme, los ojos se me nublaron, me sentí en una pesadilla, las manos me empezaron a temblar y todas esas cosas que sabés que te van a pasar cuando finalmente encontrás lo que venías buscando desesperada desde hace largo tiempo ya.
Tirada en la cama del cuarto del hotel, mientras comía lo que había sobrado del pollo, pensaba que me esperaban semanas y semanas de duelo, de llantos de madrugada, de miedo a volver a salir al ruedo y todas esas cosas que se te pasan por la cabeza cuando estás de bajón, sentís que a la izquierda tenés un cuadrito con la figura de tu corazón roto (como Homero cuando tiene el infarto) y hay comida a sólo un brazo de distancia.
Sentada en la playa desierta, con el sweater rojo en la cabeza porque tenía miedo a que el viento frío me entrara en los oídos, volví a pensar en eso del duelo y de vuelta la profecía funesta, meses de nostalgia, años de melancolía, miles de decepciones, dificultad para tener nuevas ilusiones, y todas esas cosas que se te vienen cuando acabás de empezar a terminar con algo y tenés toda la enormidad del mar frente a vos.
En un bar, con los ojos llenos de lágrimas, pidiéndole cinta adhesiva a la moza para improvisar un sobre con una hoja de cuaderno, mojándo la medialuna en el café con leche, apareció el germen del vaticinio insoportable. Una vida llena de dolor (bueh, una vida no... pero al menos una larga temporada) almohadas mojadas, noches enteras con películas de amores felices e inalcanzables y todas esas cosas que sentís cuando es demasiado temprano, vomitaste por querer tanto, tenés rimmel hasta en el cuello y hace demasiado frío.
En una esquina, tratando de abrigar el cuello con la solapa del saco, mirando para los cuatro costados con cara de agente de Control, escondiendo los ojos hinchados detrás de los lentes, esperando a Flor, las piernas me empezaron a temblar, los labios se cerraron en una mueca de enojo, los puños se cerraron, me acordé de Fiona Apple y todas esas cosas que te afloran cuando el fin se empieza a asomar.
En el tren, con el traqueteo del vagón como música de fondo, la sonrisa dormida de Flor como compañía y una extraña tranquilidad como único estado de ánimo, llegó el alivio, cayeron las carteleras que anunciaban la futura catástrofe, vi un horizonte limpio y todas esas escenas que visualizas cuando te das cuenta de que todavía podes ser impredecible.
En una cama conocida, mirando una tele conocida, rozándole el brazo a un conocido, sonríendo por los viejos tiempos y por los que vendrían, cantando canciones conocidas y tratando de exprimir el momento, me sorprendí a mí misma, la tuerca dio una vuelta, agarré la sartén por el mango, dejé de pensar, dejé de especular, dejé de esperar... todas esas cosas que te pasan cuando te descubrís en una conducta medianamente sana de una vez por todas.